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Crecí en un lugar, donde todo era bello ante mis ojos, los árboles en primavera eran verdes, pero bien verdes, y en invierno el cielo era más azul que en el verano, y la melancolía del otoño, esperaba ansiosa que llegara ese triste pero hermoso espectáculo, miles de hojas cayendo, miles de hojas volando, y lo que parecía un día oscuro y opaco, lleno de hojas secas, se convertía en un día, donde abrigada por mi madre, podía apreciar, lo bello de esos tonos rojos, cafés, naranjos y amarillos, y ese color gris del cielo, que mezclado con el humo de  chimeneas y cañones, respiraba y sentía en mi piel, lo amoroso y tibio de un otoño, que me hacía saltar el corazón.

Es increíble como nuestra memoria, con sus imágenes y sensaciones asociadas, reconoce lo bello, lo bueno y lo que nos hace feliz, en cosas tan sencillas.

Cada día que nos levantamos y nos vamos a trabajar, y miramos el cielo azul en octubre, sabemos que se acerca el verano, y nos  damos cuenta que los árboles ya tienen sus hojas verdes, y que pronto ya no hará más frío, y que no tendremos que abrigarnos tanto. Por lo menos a mí eso me hace sentir muy bien. 

Lamentablemente, esta sensación o momento feliz, dura un minuto, el minuto que nos tardamos en comenzar a ordenar la agenda del día, ¡siempre hay mucho que hacer!, hagamos o no todo lo que hemos planeado, siempre es necesario tener mucho que hacer.

En qué momento nos perdimos, en qué momento, nos alejamos tanto de nuestra esencia, sabemos que el amor y el respeto por el prójimo, son valores universales, conocemos el dolor, y podemos entender que cualquier otro ser vivo siente también dolor, sin embargo, estamos tan perdidos, que seguimos buscando la felicidad en un mundo artificial, privado y social, estamos tan alejados de nuestra esencia, que sólo intentar hablar de las emociones, se convierte en un  discurso cargado de argumentos teóricos para convencer a nuestra audiencia, o por el contrario, caemos en la cursilería.

Tenemos tanta necesidad de sentir, de ser felices, que pienso que nos perdemos en esa búsqueda, es decir, estamos segados por la necesidad,  pero mientras más buscamos ese momento de felicidad, de sensaciones, provocadas artificialmente, nuestra sed aumenta y aumenta el artificio.

Un día venía del trabajo en mi bicicleta, y no quería partir mi viaje sin , escuchar la música de mi pendriver, música seleccionada - todas las canciones que me gustan están ahí - y especialmente, ese día, quería escuchar una canción que me recordaba momentos felices de mi vida. La necesidad de sentirme feliz, me hizo preparar el momento perfecto, la satisfacción de un día de trabajo fecundo, el gusto que me da poder recorrer las calles con mi bicicleta y para darle más consistencia a mi momento feliz, tenía que poder acompañar este episodio con una buena canción, no cualquiera, si no mi canción, esa que sabía que me gustaba. Emprendí el viaje, y me di cuenta de algo que cambió mi vida, tenemos la felicidad en nuestras narices, ¡vivir!, y no somos capaces de sentirlo.

Nos separamos de lo natural cuando aprendimos a hablar y escribir, somos animales inteligentes que a través del lenguaje pudimos no solo describir nuestras experiencias, si no también reproducirlas. 

Desarrollamos tanto nuestra inteligencia y la capacidad de reproducir nuestras experiencias, que estamos inmersos en una cultura especialista en la búsqueda de la felicidad a través de producir y reproducir, episodios llenos de artificios, que nos hagan sentir, vivir o revivir una sensación, que nos haga sentir vivos, que nos permitan seguir disfrutando de la vida. Quizás esto sea la felicidad…las ganas de seguir respirando y moviéndonos.

Vivaldi y sus cuatro estaciones del año, los instrumentos de viento, los tambores, la más simple y hasta la más sofisticada melodía, tuvo sus orígenes en elementos básicos, primarios o para entenderlo mejor, primitivos y naturales.

La música es una maravillosa invención del hombre, y sólo un oído culto y sofisticado, puede lograr apreciar el arte de ordenar y coordinar las notas musicales.  La música se puede apreciar, entender y sentir. 

El artista, quien lleva a cabo una obra más allá de los aspectos técnicos y del estilo;  el pintor a través de los colores, el tono y los trazos, tiene la intención de plasmar en su cuadro una historia o una emoción.  El músico, coordinando las notas, los tiempos y la intensidad, también intenta comunicar algo, que  siente o vivió.  El cineasta no sólo quiere contar una historia, quiere que quien vea su película, no sólo siga una historia, si no que reviva la historia, que se emocione.  Y el escritor a través del uso de la palabra y su calidad metafórica, estimula la imaginación pero también los sentidos. 

Es importante la coherencia de la historia, el buen uso de los elementos que componen cualquier obra, sin embargo, lo esencial es conmover, provocar, emocionar, perturbar a quien aprecia la obra.  Todos sabemos que nuestra memoria es selectiva, quizás no es imposible recordar toda y cada detalle de nuestra vida, sin embargo, pienso debe ser un ejercicio agotador e inútil, algunos recordamos más y otros menos, y sin duda que el contenido temático de lo que cada persona recuerda varía y es muy distinto entre cada persona, y quizás aunque todos vivamos una misma historia, cada persona tiene un modo personal de recordar, sentir y contar, esta misma vivencia.  

Lo que permite que cada persona seleccione que recordar, no obedece a un mero ejercicio cognitivo, por el contrario cuando nos obligamos a recordar algo en forma conciente, tenemos que esforzarnos para hacerlo presente.

Nuestros recuerdos importantes, son las vivencias o experiencias emocionalmente significativas, que en cierta manera dejaron una huella, pero no por nada los recordamos.

A la base de cada experiencia humana, está la emoción, lo que puede ser visto como primario o primitivo, regresivo y desde el sentido común hasta inmaduro. Sin embargo, nos pasamos la vida añorando nuestras experiencias primarias de vida, esas de pura felicidad.

Inventamos miles de artificios, como grandes construcciones que nos protegen del frío, del calor, del viento, del agua, o nos pasamos la vida comiendo cosas raras, distintas. Escuchamos mucha música, la tocamos, la estudiamos, nos aburrimos, buscamos nuevos sonidos, muchos estilos, todo esto para sentirnos felices.

Sentirse protegido, no tener hambre, y escuchar una melodía que nos emocione, son nuestras primeras experiencias como seres humanos. En nuestro primer año de vida, con sólo contar con los brazos de mamá, su pecho y cálida voz, podíamos dormir con una sonrisa en la cara y con el impulso de seguir viviendo a costa de nuestra inmadurez biológica. 

Si a un bebé le da frío llora, la madre lo toma en sus brazos, y la sensación de satisfacción y bienestar es evidente, es piel, es sensación, y no necesitamos explicar  o entender esta experiencia, pero sí volver a sentirla, queda el registro emocional como una cicatriz en la piel.

Vivimos en un mundo en que todo lo consumimos compulsivamente, sin generar un vínculo emocional significativo, inútilmente pensamos que mientras más, mejor, es decir, mientras más tenemos, menos evidente será la falta, y aunque sabemos que algo anda mal, compulsivamente nos autoconvencemos que no está bien tener emociones negativas.

Estamos tan concientes de que necesitamos un motivo para seguir viviendo, que nos esforzamos por crear un mundo artificial que nos de estos anhelados momentos de felicidad. 

Comemos compulsivamente, porque tenemos el registro de que la comida provoca una sensación de bienestar, o quizás, significa obtener  gratificación tal como lo era cuando nuestra madre nos daba de comer.  Quien usa la bulimia, por sentir que comió compulsivamente, busca regular su emoción y tener el control sobre su vida.

Buscamos el contacto con el otro, anhelando no sentirnos solos y desprotegidos, y escuchamos una y otra vez, la misma canción que nos acelera el corazón, nos activa o nos lleva a la tonalidad emotiva en que necesitamos estar, intentamos regular nuestros estados emocionales a través de los sentidos.

Pasos de gigantes, hemos aprendido tanto y tanta cosa sin sentido. Somos capaces de describir en detalle el movimiento de la tierra, la luna y cada estrella en el universo, pero somos incapaces de conmovernos con el dolor propio, y por consecuencia difícilmente nos conmoveremos con el dolor ajeno.  Necesitamos leer a un científico hablando de el valor de lo humano para entenderlo, necesitamos ir al cine para emocionarnos con la miseria humana, desde Frankenstein, King-kong, el Hombre Elefante o Avatar, evidentes muestras de cómo el ser humano se ha deshumanizado que ante una experiencia extraña o límite, saca lo peor de sí. Moralejas tan básicas, que nos hacen reflexionar sobre los valores, como el amor y el respeto por la vida, humana o de cualquier ser vivo.

Fábulas todas que nos enseñan sobre la tolerancia como un valor universal, un deber y un derecho, sin embargo, nos conmueve hasta que salimos de la sala del cine, y volvemos a la realidad, al artificio, al mundo de la palabra que nos obliga a amarrar lo que sentimos en ideas bien expresadas y llenas de sentido lógico.

Seguiremos nuestra búsqueda, anhelando algo que no tenemos y no volveremos a tener, e insistiremos en encontrar el sentido de nuestra vida, mejorando y adecuando nuestro mundo  de acuerdo a nuestras necesidades.  Inventaremos más artificios para tener aunque sea un momento pleno, para volver a ser felices.

Si con los ojos abiertos chocamos una y otra vez contra la pared, es porque quizás  buscamos en la dirección equivocada, probemos cerrando los ojos, tal vez encontremos el camino. Dejemos de buscar, quitémonos los prejuicios y las etiquetas, y no busquemos modificar o crear situaciones que “pensamos o creemos” que son las necesarias, y disfrutemos del mundo como se nos presenta y si tenemos la certeza de que una decisión puede cambiar tu vida aunque parezca absurda, no tengas miedo…quizás el empezar a hacer las cosas de manera diferente, nos permita fijar la búsqueda y los sentidos en el presente y no en el pasado o en el futuro.

No necesitamos ir al cine para emocionarnos, la realidad muchas veces supera la ficción, existe muchas personas que en nombre de Dios, de la cultura y del avance tecnológico, o económico, valora, practica y apoya actos de violencia en contra de otros seres vivos, personas o animales. 

No necesitamos comer tanto y sin límite, si logramos entender que no necesitamos ser perfectos para recibir el cariño y aceptación incondicional de las personas que amamos.  Ni es necesario dejar de comer para evitar vincularnos con las personas que amamos.

No necesitamos hacer de nuestra vida o de nuestro hogar, un templo de rituales repetidos y sin sentido, que llenen de aromas, colores y sonido nuestra vida, quizás si dejamos un poco de lado estas prácticas repetitivas, podremos recuperar la habilidad de valorar la sensación, la emoción, la pena, la alegría, el dolor y la felicidad, en el acto básico de sólo sentir y comprender. Disfrutar del sol, la lluvia, el olor a humedad, el verde de los árboles, el cielo azul y disfrutar de la mejor música que puede un ser humano presencia, el viento en los árboles, las hojas secas cayendo, el agua corriendo, un gorrión cantando o una  bandurria despertándonos por la mañana, y comprender que el corazón se acelera porque nos conmueve sentir que estamos vivos.

Aunque tengo conciencia de que si un terremoto no logró perturbar significativamente nuestras vidas, difícilmente lograré que alguien se tome el tiempo de leer este artículo, pero si lo recuerdas y se lo recomiendas a alguien, fue porque algún sentido te hizo, y con esto mi pretensión ya se encuentra satisfecha.

Tengo la convicción de que el ser humano tiene la capacidad de cambiar, y es mi deber como psicóloga desarrollar la destreza de provocar estratégicamente ese cambio en las personas.

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